Cuando tenía 17 años esperé 2 horas abajo de la lluvia por un pibe que no tenía interés de escuchar lo que yo quería decirle. Ese día me prometí que nunca más iba a pasar. Decidí que no iba a ser nunca más el tipo de mujer que espera 2 horas por un hombre.
Pero no cumplí.
Hace frío y los apuntes de Sociología me miran desde la mesa, con la esperanza de que suene el timbre a las 4, hago de cuenta que estudio. Pero ya son 4.30 y pienso que en cualquier momento llegas. 4.45 le saco el silencio al celular para no perder el mensaje que me avisa que estas en la puerta. Ansiosa, de mi bandeja de salida se va un texto de una palabra: ¿venis? Y son las 5. A las 5.15, algo enojada, me repito que ya fue. Pero recién 5.30 me resigno. Cuando el reloj dice 5.45 me doy cuenta de la impotencia que esto me genera y las 5.50 me siento a escribir para no guardarme el odio. Odio que seguro te oculto con una sonrisa cuando te vea casualmente a las 6, que es cuando vos entras a trabajar y yo paso por esa esquina con la más barata de las excusas, que ni vos ni yo nos creemos.
Lo hice otra vez. Como lo hago siempre. Ahí esta, mi patrón sabe como atacar. Reaparece y me recuerda toda las veces que esperé en vano y humillada.
Ambos sabemos qué pasa después. Con un mensaje o una conversación fugaz me explicas que te dormiste o que Marcelo necesitaba ayuda, y que no pudiste avisar, porque dejaste el celular en el local o no tenías batería. Es estúpido pero yo lo acepto. Te doy otra oportunidad, a la que seguro accedo por una sonrisa compradora o un beso que no espero. Accedo a que, otra vez, vos, mi patrón y yo me lastimen.
Ya ves, todavía no aprendí.
Son las 6.10, llego tarde a nuestro encuentro casual. Pero esta bien, un ligero retraso ayuda a aparentar que no importa tanto.
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