Hoy te vi y me acordé. Me acordé de aquellas tardes de verano, de soles que no queman, de lluvias que no mojan. Me acordé de las charlas en las noches interminables, de los amaneceres junto a vos, aunque estuvieras del otro lado. Me acordé y me sorprendí, realmente no sé porque, no cambió nada, ni vos, ni yo. ¿Será eso? ¿O será todo lo contrario? Pensándolo bien, algo cambió pero no sos vos, creo que soy yo . . . Y recién ahora me doy cuenta. Yo te elegí, estuve dispuesta a todo y aún así dije que no. Vos te ibas, mientras yo, en silencio y con disimulo, lloraba. Y ahora te veo y me siento orgullosa porque puedo ver lo que cambió: mi decisión. El poder decir que no, mirarte sin odiarte. Realmente no sé si te guardo rencor, digamos que un poco sí y un poco no. Me ilusioné y me perdí, pero aprendí y me di cuenta que puedo: puedo decir que no, puedo abrazarte sin sentirte, puedo vencer el miedo, puedo imponer mis decisiones. Cambié pero no tanto en realidad, porque mis intenciones no eran buenas, más allá de lo que te hice pensar. Pero todo se dio vuelta y de repente me vi riendo y jugando, como si nunca nos hubiésemos separado. No podes culparme por sorprenderme, por quererte o por odiarte. Así me enseño él: querer hasta reventar, odiar hasta morir. Yo no conocía otra cosa, pero entonces llegaste y me asusté, pero cambié. De todas formas ahora te veo y me acuerdo, pero no recuerdo como antes y te quiero pero ya no duele. Uy! Llegó el dueño, además llego tarde. Te saludo con un abrazo que promete y salgo del local. Me interno en el frío pero sin dolor.
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